Meriendas

Hace algunos días estuvo por casa un amigo de uno de mis hijos. A propósito de tiempos no tan lejanos, nos comentó que una de las cosas que siempre recordaba era que a la vuelta del colegio, si venía a estudiar a nuestra casa, le ilusionaba merendar por el pan que había en la mesa. ¿Por el pan? Por el pan.
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Cuando iba a la panadería, tarea que me tocaba más seguido de lo que deseaba, procuraba comprar pan variado: marsellés, flauta, porteño, roseta, casero, catalán, americano, de campaña… De esa manera, aún cuando no hubiera ni tartas ni repostería, ni mermeladas o dulces demasiado caros, se podía lograr una mesa atractiva, variada y sabrosa. Parte del mérito corresponde a Daniel y su esposa, los gordos panaderos amigos.
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De allí a imaginarme que el recuerdo de las meriendas en la calle Millán fueran “panificados” hay un trecho. Sin embargo, veo ahora el mérito de mi esposa, que en tiempos que nunca fueron de bonanza, siempre supo cuidar esos detalles que hacen agradable la vida de familia. Variaciones en torno al tema del pan, lograron ratos de amistad, de alegría, de recuerdos que hasta hoy perduran. Con ese toque que sólo las madres pueden dar, que hacen que una merienda hogareña nada tenga que envidiarle a la mejor confitería.
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Así además, quedaba espacio para resaltar mediante las habilidades culinarias de hijas e hijos, alguna fecha importante, un santo, un aniversario, una buena calificación en el colegio o un triunfo deportivo.
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Lo insustituible no era lo fungible. La clave era una mamá que estaba a la vuelta de los niños del cole. Y aunque le hubiera tocado la “cadena” -siempre larga y cansadora, con niños deseando llegar a casa- allí estaba al pie del cañón, para la merienda reparadora y “panificada”.


No se de donde lo he sacado, me gustó leerlo.
Si te pertenece dímelo.  Va de vuelta.
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